jueves, 27 de junio de 2013

Historias anónimas protagonizadas por personajes de a pie

Caminaba por una de las calles más transitadas de la ciudad. Tenía mi mano izquierda en el bolsillo de un viejo abrigo al que tenía demasiado aprecio. Con la otra sujetaba un vaso de plástico que hace apenas unos minutos contenía un humeante y cargado café. Estaba vacío, pero seguía con él en mano.

Suelo salir a la calle en otoño para así oír las hojas crujir bajo las suelas de mis botas, para respirar ese ambiente ligeramente impregnado de humedad, tan característico de la estación. A pesar del incipiente frío, llevaba conmigo mis inseparables gafas de sol. Con ellas me protejo de las miradas ajenas y soy capaz de observar con mayor libertad. A veces maldigo sus patillas por constituir un impedimento a la hora de escrutar a lo largo de la avenida.

Una mujer de avanzada edad oteaba por una de las ventanas del edificio que estaba a punto de pasar de largo con una expresión profundamente meditabunda. Puede que el hecho de ver a una pareja feliz con un carrito de bebé le haya traído entrañables recuerdos procedentes de un pasado al que ansíe regresar. 

Desvío la mirada y la poso en unos carteles de un local que instan, por medio de grandes letras e impactantes mensajes, la entrada de los viandantes. La tienda ofrecía productos de perfumería a precios de escándalo debido a la proximidad de su cierre definitivo. Nadie entraba allí. ¿Qué sería de los trabajadores de aquel establecimiento una vez clausurada la que probablemente fuese su única fuente de ingresos?

Agaché la cabeza. Pisoteé un cigarro que exhalaba vagas columnas de humo. Recorriendo con la vista los adoquines y rezando para no chocarme con ningún transeúnte, me topé con un joven sentado en una butaca y frente a él, había una caja aterciopelada, propia de albergar instrumentos musicales. Alcé la mirada y vi el rostro del joven. Semejaba ser de origen africano. Se balanceaba tímidamente al son de la melodía procedente del saxofón que sostenía en sus manos.

Me paré a observarle detenidamente, presa del sonido que llegaba a mis oídos. Noté que, a mayor aire que le proporcionase a la boquilla, mayor era la fuerza con la que apretaba sus párpados. El movimiento que realizaban sus dedos presionando las llaves resultaba hipnótico. El muchacho tocaba como si se le fuese la vida en ello; era verdaderamente talentoso. 

Sin dudarlo un solo segundo, hurgué con mi mano izquierda el contenido de mi bolsillo. El euro veinte que arrojé con destino a la caja abierta era demasiado poco. La de kilómetros que habría viajado aquel individuo en busca de una situación económica mejor no se puede saldar con dos pequeñas piezas metálicas. Probablemente nunca llegaría a cumplir su sueño de llegar a triunfar en la música. No tenía una familia cerca que lo apoyase ni dinero que lo sustentase en un país en el que la gente como él aún no era tratada de igual modo que el resto de sus habitantes. De lo que sí rebosaba era de grandes dosis de esperanza que parecían inagotables.

Proseguí con el paseo y también con el análisis del tramo de calle que me quedaba por recorrer.

En mi campo de visión irrumpieron unos muchachos, poseídos por los dispositivos electrónicos que los acompañaban. Algunos de ellos estallaban en carcajadas y señalaban a un señor en silla de ruedas que trataba de acceder a un portal sin éxito al no poder subir el escalón que lo distanciaba de su objetivo.

Unos metros más adelante, una niña de unos cuatro años lloraba tras perder a su preciado globo de helio que ahora surcaba el cielo libremente. Los padres trataban de consolarla con palabras que a la pequeña no le importaban. Sólo quería a su amigo de vuelta.

La calle desembocó en una amplia plaza. Me senté en un banco plagado de mensajes y símbolos que otros habían tallado y pintarrajeado por algún motivo. Suspiré y acto seguido reflexioné en aquel espacio abierto.

Aún se oían las risas de los muchachos. 
Aún se oía el llanto de la niña.
Aún se oía el bajar de las rejas que indicaban el cierre de aquella droguería sin futuro.
Aún se oían las ruedas del carrito de bebé tropezar con un adoquín tras otro; aquél que la señora observaba con tanta tristeza.
Aún se oían las bellas y melancólicas notas brotar del saxofón.

Opté por dejar un rato de descanso a mis ojos y por fin los cerré. Me puse la capucha para tapar mis orejas y así poder omitir el ruido. Y pensé.

Tal vez un escalón y unas burlas te dificulten tu día a día por el resto de tu vida. 
Tal vez hayas perdido tu bien más preciado y no sepas cómo aceptar que nunca volverá.
Tal vez tu mala suerte en los negocios acabe dejándote en la calle.
Tal vez quieras retroceder en el tiempo y vivir de nuevo situaciones que ahora solamente puedes reproducir en tu mente. 
Tal vez tu sueño se vea frustrado debido a la dura competencia existente o mismo debido a las injusticias sociales.

Todas estas historias, al igual que la tuya o que la mía, se ven obstaculizadas por algún elemento causado por la mala suerte. Por infortunios. Por simples despistes. Cualquier cosa, al igual que puede mejorar tu vida, también puede empeorarla. Pero eres tú quien decide realmente si seguir adelante o dejar que el obstáculo se engrandezca y sea él el que avance.

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